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La Gran Bola de Pelusa

by OPOB

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Grabado en vivo en la Casa de la Cultura, sábado 14 de junio de 2014, Buenos Aires.

OPOB (Otra Parte Oro Band):
Marcelo Cohen: textos, lectura
Francisco Ali-Brouchoud, Eduardo Rey: electrónica en vivo

lyrics

LA GRAN BOLA DE PELUSA
(Un filme para niños y viejos)


Con probable sacrificio y visible buen ánimo,
en este módico departamento mi mujer y yo
estamos criando cuatro hijos; tres varones y una chica.
La gran bola de pelusa empieza a formarse una tarde
en que la madre, a la vuelta del trabajo,
se agacha en el cuarto de baño a recoger
los vellos negros que se desprenden del cuerpo
de su nuestro ya crecido chico primogénito
cuando se seca después de ducharse
y los pelos trigueños que la nena deja por todas partes
cuando se cepilla la melenita enmarañada.
No sólo eso: al pasar la mano a modo de escoba,
porque así de escrupulosa es con la limpieza,
mi mujer recolecta muestras de su propio pelo,
hilachas de la costuras de mis calzones,
polvo, cascaritas de pintura que la humedad
ha expulsado de las paredes, escamas
de papel limpiador y pañuelos de papel,
flecos de algodón, mocos, costritas
de lastimaduras de nuestro hijo menor y tierra,
visto que el robotín limpiador no barre todo los días,
o no sabe barrer bien, y para aspirar es más bien vagoneta.
Con la economía de movimientos propia de tantas madres,
mi señora acumula el compuesto en una mano.
Lo aprieta en el puño, quizá demasiado, y está buscando
el tachito para tirarlo, cuando suena el teléfono y,
con los malabares por descolgar, una parte del amasijo
se le escapa. Ella no se da cuenta. Aunque no es que importe
para la limpieza de la casa, porque es verano, hay una ventana
abierta y la leve muestra de restos varios
se monta en una corriente rastrera,
conecta con otra más alta y después
se deja transportar al aire libre.
Sigilosamente yo me he asomado a mirarla,
hasta donde puedo, y más allá.
No es que la bolita domine los trayectos.
Unas veces se remonta, y alterna con los zorzales,
las cotorras y las tórtolas, y otras desciende, planea, rueda
por el pavimento, queda adosada a un muro
o una planta, reposa en un nido, se mece al borde de una cornisa,
roza una mano, una calva, una camiseta tendida, una bandera,
una boñiga, un gargajo, un hombro terso y barnizado
de protector solar, o se deja atrapar por el campo de una marquesina
luminosa hasta que el neón se apaga y ella zafa.
Con los días madura.
Pronto ya es una bola de pelusa de muchos colores,
desarrollada, muy particular, no del todo esférica.
Es graciosa, leve. Es libre. Se brinda a los antojadizos
movimientos del aire, y una consistencia porosa y heterogénea
le permite incorporar bastante de lo que el aire o las materías
de las superficies que toca pueden cederle: más y más pelos,
desde luego, de humanos y ratones, perros, micos y cebras del zoo,
tierra de un hormiguero pisado, plumitas de pichones
rozados por el zarpazo de un gato, hilos de araña,
corpúsculos de fluído energético quemado, gotas de
sustancias naturales o sintéticas, fragantes o pestilentes,
que, si bien desaparecen, le dejan una especie de bufanda
vaporosa. Con todo esto, la bola de pelusa tiene ya
el tamaño de una membrillo, más o menos, y una colita hecha de algo
que le cuelga y aunque parece delicada no se cae.
La bola
de pelusa es un prodigio
de la diversidad de la vida.
No crecerá, porque las cositas que se le agregan ahora
compensan la pérdida de otras, pero conserva un volumen
y un inclasificable esbozo de forma
lo bastante atrayentes para que la gente le adjudique una
personalidad y la deje en paz. Pescadores y pilotos
de catamaranes se angustian al verla flotar sobre el río,
aviones particulares la zamarrean con el chorro de las turbinas.
Soldadores, paramédicas y notarios de la ciudad,
Autómatas picapedreros y hortelanos de extrarradio
la miran pasar a la altura de su ojos o sobre los techos
y, aunque no dicen nada, porque no se les ocurre qué decir,
pero los ojos con que la siguen están diciendo
lo lindo que sería para ellos volver a verla todos los días.
Pero darles el gusto no depende de ella.
La bola de pelusa no es un organismo pero
pertenece a la biósfera. La mueven los elementos.
Por eso no puede prever nada. Se tutea y choca con fenómenos
más bajos que el cielo de la astronomía, inestables,
huidizos, tormentas, vientos cambiantes
y torbellinos difíciles de anticipar incluso para los
instrumentos de precisión de los previsores humanos,
pero si las criaturas vivas sufren plagas, hambre
frío y la esporádica destrucción de sus hogares,
la gran bola de pelusa carece de sentimiento o instinto
que la hagan sufrir.
La bola de pelusa
no sabe nada de la muerte.
Sin embargo mucho nos tememos que no sea eterna.
Es que ahora se acaba el otoño. Ya antes le han caído
encima hojas pesadas y, aunque la empujaron
hacia abajo, finalmente resbalaron por uno u otro lado.
En cambio la lluvia que acaba de descargarse
es constante, abundante y pesada, y no deja espacio
para que la bola se escabulla. Al principio las corrientes de aire que
ella misma desplaza envían a la bola contra una pared debajo
de un balcón, pero otra racha la arranca y en cuanto
le da el aguacero la bola se viene en picado. Por inocente
que sea el castigo, dura tantas horas que aplasta la bola,
la empapa, la apelmaza. Ahí está, ay, sobre una baldosa,
al pie de un poste de parada de transporte público,
chata, desleída, sopa, puré de desechos sólo preservado
por su espesor; como si dijéramos por su tejido.
No obstante, la lluvia es pasajera como todo. Al fin escampa.
Como la bola no puede pescarse una pulmonía, la escarcha
Invernal que la cubre de gemas también la endurece;
el sol la entibia y la seca, y con ese método combinado
las materias interiores y superficiales se recobran, vuelven
a las tres dimensiones y una vez más la bola se hincha,
poco a poco, hasta que un viento, digamos del oeste,
la encuentra otra vez tan liviana
que nada le cuesta hacerla despegar.
Esta temporada de vuelo es más desinhibida, o menos
embarazosa, porque el frío ha desalojado del aire
buena cantidad de criaturas vulnerables. La bola
se pasea con más libertad, pero más sola; pero
también más definida en la luz cristalina. Parece que
se hubiera reducido unos milímetros. La colita es
un rabo. Si fuera una criatura, se diría que está
desorientada; y algo viene a apoyar esta ilusión.
La fatalidad tampoco piensa, y, como cualquier criatura,
no porque haya sufrido un accidente una bola de pelusa
queda a salvo de tener otros.
Ahí están por lo pronto estas nubes
del color del peltre que se ciernen ahora sobre esta playita de río
y empiezan a bajar; parece que van a cubrirla, a nuestra bola,
pero lo que pasa es peor; las nubes
sueltan una gotas, luego una llovizna,
en seguida un diluvio y por fin granizo. Pedruscos
hermosos y despiadados tamborilean en la resaca.
Uno da en la bola, y después otro, y este la abate.
Pero si al cabo de un rato si el pedrusco se disuelve,
como si se hubiera suicidado,
en la bola sólo hay una languidez del tejido.
En esa condición las olitas la alejan de la costa
Y ella lentamente se va a pique. No es muy profundo aquí,
todavía. País de peces del barro, bagres, tumasos.
El que en la soledad y el peligro la bola se encuentra
junto a una cadena herrumbrada no acuerda con ninguna
especie. Sobre todo porque es un pez con párpados.
Los tiene cerrados. Está inmóvil, como muerto, pero
la paz que transmite, y hasta cierta pachorra, hacen pensar
que está durmiendo, o evadiéndose de la mirada fija
de los otros peces, que él podría sentir como una acusación
vitalicia, llegado el caso una amenaza. A lo mejor el pez
sólo se esté dando el lujo de interrumpir la percepción
continua de esta luz acuosa y parda con vanas
pretensiones de ser dorada. En todo caso las pestañas
son un privilegio, como si el pez se hubiera ganado
dos medallas por sobrevivir a una masacre pesquera.
De golpe abre los ojos. Son acogedores. Ve a la bola
en trance de desintegrarse, disolverse, lo que sea
y no vuelve a cerrarlos. Agita las aletas y se mueve,
bien que pesadamente, para inspeccionarla por otro lado.
Unos humanos dirán que se apiada de ella; otros dirán
que ha sentido un flechazo. Las dos opiniones pueden ser ciertas, porque
lo que hace el pez es tocar a la bola de pelusa con el morro
hasta adherírsela ligeramente, y así llevarla un poco más
río adentro hasta donde, anudados a una línea, se agitan
tres anzuelos con sus respectivas lombrices. Es un momento
grave: todos nos preguntamos si se va a sacrificar con tal
de sacar del agua a la bola con que el azar de la vida lo cruzado.
Pero el pez cierra los párpados, sin duda para evitar
la tentación de dar un mordisco,
y, acercando la napia al anzuelo, le transfiere
la bola de pelusa a la lombriz para que la sostenga
como un cuerpo exánime. En cuanto siente el peso,
el dueño de la línea pega un tirón.
Vuelve la luz metálica.
Ha parado de granizar.
Ni siquiera llueve.
El dueño de los anzuelos encuentra en uno
esa porquería empapada que es de momento la bola
y la tira a la popa de la lancha. Más tarde prenderá el motor,
rumbeará para el fondeadero, amarrará la lancha
y se irá a casa, con lo que haya pescado de comestible,
dejando la bola a la merced y la gracia de la intemperie,
el medio en que las bolas tienen accidentes pero también
vuelven a medrar. Esta vez nuestra bola no sólo se repone
de la licuefacción; si estaba flaca al salir del agua, y enredada,
en poco tiempo aumenta. Incorpora palitos, briznas de hierba,
pétalos, caca de mosca, tabaco, pelos de alfombra y harina.
Nunca llega a pesar tanto, con todo, como para que
el aire no la soliviante. Ahí va de nuevo.
Se columpia, rueda, se suspende o flota
Cae en vertical, escala la luz, se estremece,
se aquieta. La bola de pelusa es una ilustración
muy fiel de ese refrán,
no hay mal que por bien no venga,
que para los humanos nunca funciona.
Pero nosotros sabemos menos que la bola.
Porque no se trata de que cada mal traiga un bien,
sino de que pérdida y ganancia se alternan.
Es cosa de no estar pendiente de cómo
va a presentarse la cosa en cada ocasión.
Porque cayó al río la bola encontró al pez
Y porque se repuso en la madera de la lancha
Tiene un brillo de escamas. Llama la atención de tal
modo, y es tan recurrente en la isla que muchos
ya la conocen. Es La Gran Bola de Pelusa.
Algunos hasta la llaman así. Y como ahora tiene nombre
La película a va dejarla en este punto de sus peripecias.
En gradas de estadions deportivos y colas de andenes
de tranviliano siempre hay gente que la saluda. Los hay
que la contemplan. Para todos esos es una presencia
esperada. Un novelista lírico la incluyó en una carta
ficticia: cuantas veces, Lucilia, no habrá estado nuestro amor
jalonado por el paso de la bola
de pelusa; y ahora que la pasión agoniza,
veo el paso de la bola como un canto funerario,
o una elegía por la fugacidad de las cosas
y los sentimientos, por todo lo que muere para
hacernos sentir que amor, desamor y muerte
transcurren sobre el fondo de algo perdurable
que no conocemos.
La bola se aleja.
Sigue un silencio elocuente.
Desde el antepecho de la misma ventana
Por donde, cuando era joven,
la bola salió al mundo por primera vez,
un muchacho agita la mano. Es mi hijo.
En el balcón de la pieza de al lado estoy yo,
Que también saludo el paso de algo
Que en cierto modo concibió mi mujer.
Pero, optando por una expresividad más concentrada,
Voy a dejar las ultimas palabras a dos nenas del vecindario.
Una, en la esquina, cinco pisos más abajo,
tira del brazo de una señora y se alboroza:
¡Mirá, mami, ahí va la Bola de Pelusa!
Otra es una de esas mocosas que no tienen hermanos,
por lo que he observado, y, acostumbrada a jugar
sola en el balcón de su departamento,
no tiene el menor problema en gritar a voz en cuello:

¡CHAU, HASTA LA VISTA, BOLA DE PELUSA!

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released July 14, 2014

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OPOB Buenos Aires, Argentina

OPOB es una confluencia de monomedios: imagen, palabra y sonido acercan sus recursos particulares para contar historias en un mismo tiempo y espacio, conformando con entrelazamientos calculados y encuentros fortuitos un ambiente de significaciones deslizantes e impuras.

Marcelo Cohen: textos, voz / Eduardo Rey: fotografía, live electronics / Francisco Ali-Brouchoud: live electronics
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